….Vamos creciendo y poco a poco vamos caminando hacia nuestro inexorable final, las
enfermedades llegan a enseñarnos que somos cuerpos frágiles y debemos ir
acostumbrándonos a la pérdida de nuestra salud. Frustración, congoja, impaciencia por no
poder realizar nuestras actividades cotidianas. Muchas veces estas enfermedades nos
hacen deprimir por no poder aceptarlas y volvemos a sentir desdicha sintiéndonos esclavos
de nuestras pérdidas.
La vejez también hace de las suyas, se esconde sutilmente y consume nuestra juventud,
nos rodea con su manto invisible y poco a poco vamos concibiendo la pérdida de lozanía
en nuestro cuerpo físico, se escapa lentamente la mocedad y con ella nuestra piel tersa y
nuestra figura vigorosa, esbelta, el bienestar y vitalidad. Nos abordan con más abundancia
las enfermedades y perdemos nuestra salud, estamos expuestos a mirarnos en nuestro
espejo y recordar nuestro cuerpo pasado con tristeza y poca sabiduría.
Todo lo que sea separarnos de aquello que nos provoca bienestar y placer acostumbramos
a verlo como confusión y menoscabo de nuestra identidad, desprendernos de nuestras
personas amadas ya sea por muerte u otra circunstancia, perder nuestro trabajo, perder
nuestro dinero, nuestra casa, nuestros amigos, nuestra mascota, perder la paz en nuestro
país, todas aquellas delicias que creemos poseer por siempre, algún día se irán y nos
dejarán el vacío del miedo y la desesperanza. La vida rebosa de circunstancias que nos
hacen estar siempre pendiendo del hilo de la balanza.
El dividendo no siempre está a nuestro favor y nos llenamos de ansiedad al sentirnos
expuestos por esta merma. Mientras más nos apegamos a las circunstancias, personas,
emociones o situaciones, más estaremos expuestos a sufrir ante la pérdida de aquello que
creemos será por siempre nuestro.
Vamos cruzando la vida sin observar el mundo ni observarnos dónde se encuentra nuestra
verdadera identidad. Buscamos nuestra afinidad con todo lo externo y nos olvidamos
contemplar el milagro de lo intangible, olvidamos que todas las formas físicas son
impermanentes.
Así transcurre la vida, apegados a todo lo que nos identifica, siempre sentados en la báscula
y el movimiento constante nos hace perder la percepción de nuestro centro. Las pérdidas y
ganancias son la luz que nos ilumina para no desviarnos y con su armónico canto, nos dan
cuenta de la impermanencia de todo.
Debemos ser conscientes y desde allí desplegar las alas para que se desdoble todo el
contenido de nuestra vida y así comenzar a vivir encontrándonos inmersos en un constante
fluir de dar y tomar, de subir y bajar, de entrar y salir, observar y aceptar que todo va
fluyendo entre pérdidas y ganancias. Nuestra vida nos inunda de pequeños y grandes
sufrimientos y éstos serán siempre nuestra compañía. ¿Cómo entonces aceptarlos sin
destruirnos y sin quedarnos sumidos en el fondo del pozo? ¿Cómo vislumbrar el delicado y
sutil halo de luz filtrándose tímidamente a través de la inmensidad del frio bosque?